Los que trabajamos domesticando textos desearíamos que las palabras se comportaran como un fluido, que llenaran de forma completa y homogénea el espacio que las contiene. Pero se asemejan más a bloques de piedra irregular que necesitan tallarse para encajar de la forma más armónica posible. En el corto espacio que conforma un renglón puede suceder de todo. Y lo habitual es que suceda. Las palabras son tercas, esquivas, caprichosas… a la que te despistas un segundo te la juegan y se parten al final de una línea dejándote joyas como bro-meado, dis-puta o sa-cerdote sin avisar.
Estos días todos estamos afanados optimizando nuestros flujos de trabajo para ser más eficaces a la hora de limpiar y formatear texto, reducir las idas y venidas entre versiones y correcciones. Queremos trabajar menos y mejor, aprovechar las herramientas que surgen cada día y que prometen elevar de forma drástica la calidad de nuestro trabajo. Hasta ahí la teoría.
La práctica es que el sector editorial sufre elefantismo: es muy grande y muy lento. Se mezclan editores de copa de coñac y chaqueta de pana con astrofísicos que generan promps rompedores y desafiantes.
Si las herramientas nos permiten mejorar la calidad del producto sin dejar fuera a los humanos —que irónicamente somos los que compramos los libros— bienvenidas sean. Pero ajustar un texto tiene más de artesanía y oficio que de ciencia. Si pretendemos parametrizar integralmente la composición, obtendremos resultados mediocres, como los que ya se ven publicados por editoriales cuyo rigor y prestigio quedan en entredicho.
El martilleo constante de promesas edulcoradas tipo «consigue en minutos el trabajo que antes necesitaba un equipo de profesionales» está calando en las cabezas de personas con capacidad de decisión y poca visión a medio plazo. Inmersos en su euforia momentánea nos recuerdan el conocido chiste: mira, mamá: ¡ahora sin manos!